viernes, 13 de mayo de 2011

"¿Qué gusto tiene la sal...adix?" Parte II

"Lo prometido es deuda" dijo un pequebú cuando mandaba a sus matones a torturar a aquel hombre que le debía 50 mangos por una apuesta contraída días antes, y por eso me veo obligado a escribir la segunda parte de esta intoxicada historia que nada tiene que ver con el aclamado compositor de Está saliendo el sol.

Como había dicho, la noche anterior no pude dormir bien por esas dificultades estomacales. La mañana siguiente, no iba a empezar de la mejor manera. Eran las 9 cuando sonó mi despertador y, junto con él, mi estómago. No fue tan larga la corrida al baño dada la escasa distancia que me separa del mismo, pero la estadía en ese lugar sí lo fue al punto de preocupar a mi madre que, del otro lado de la puerta, me gritaba: "¡Vamos a hacerle un juicio a ese chino del orto!". Yo, que no quería discutir con mi cuerpo y con mi madre a la vez, hice silencio. Cuando todo parecía indicar que me quedaría a vivir en ese lugar de la casa y cuando ya pensaba en traerme algun libro para entretenerme, mi sistema digestivo se apiadó de mi. Pude desayunar con tranquilidad y partir rumbo a la facultad aquel martes de abril -posta che, devuélvanselo a Sabina que ya me está pudriendo...pago rescate en caso de ser necesario-. Y acá hay que destacar algo: los martes es el único día de la semana que voy cuatro horas seguidas a la facultad -ahora me deben estar odiando porque deben estar pensando que no hago un carajo de mi vida...probablemente tengan razón- por ende si fuera decisión mía elegir cuándo quiero intoxicarme nunca optaría por esta fecha. Pero así lo quiso el Destino mientras se tomaba unos mates con la Lógica y hay que aceptarlo. Fui en colectivo como todas las mañanas y como todas las mañanas caminé esas cinco -o seis qué se yo- cuadras que separan la parada de la facultad -crease o no, esas cuadras a esa hora de la mañana me cuestan más que pelearme con Claro para que me devuelvan la señal cuando cruzo la Av. Independencia-, pero a diferencia de otros días esas cuadras las caminé con el mayor de los retorcijones mientras pensaba "ya se me va a pasar, debe ser el frío este de mierda".

La situación no mejoró cuando llegué a la facultad al darme cuenta que estaba un poco retrasado, por lo que esa puta clase en la que van como 300 personas -no exagero- tenía un aula que desbordaba y no me quedaba otra que sentarme, como la semana pasada, en el piso. La experiencia de tomar apuntes desde el piso no había sido buena para mi columna, por lo tanto ya entendía que ese día no era uno de los más agradables de mi vida. Finalizada esas eternas dos horas de clase que escuché desde el piso, me paré y me sumé en una fila de gente que se retiraba hacia el pasillo y luego a la calle, para dirigirme a aquel kiosko que el día anterior a la noche estaba cerrado y que me había obligado a ir al famoso chino-intoxicante. Para fortuna mía y desgracia del oriental que así perdía una venta segura, estaba abierto y me pedí un pebete y un agua -el estómago no daba para milanesas, vio-. Nuevamente fui rumbo a la facultad para sentarme y comer. Al subir las escaleras empezó la pesadilla. La situación era irremontable. Todo se volvió negro. (Si fuera una película es el momento en el que se pone la música de Kill Bill). El fuego recorría mi estómago. Ardían mis entrañas. Cito a un tenista: ¡¡Qué mal la estoy pasando!!. Y ahora a un filósofo contemporáneo: Puede ser que otra vez no sea cierto, pero siento como el fuego me quema por dentro. Fuego, fuego, fuego, fuego, fuego, fuego. Bueno creo que entendieron: me sentía mal. No obstante, decidí ir a clase. Sentarme, escuchar, tomar apunte. Pensé que eran tareas que cualquier persona, no importa su estado estomacal, podía hacer. Y claro, me equivocaba.

Apenas el profesor empezó la clase una serie de puntadas se erguían desde el interior de mi estómago, pero no era lo único ni lo peor. Lo más grave era otra cosa. ¿Cómo hacer para escuchar a un tipo que te habla, sin ninguna pasión, sobre la comunicación estadoudinense en los años '50 si te estás cagando? Así es. Me cagaba, señoras y señores. La situación era crítica. Saqué mi celular -que no tiene señal nunca, pero hace las veces de reloj- y vi que todavía faltaba una hora y media para salir de ahí. Pareciera que mi sistema digestivo también se enteró de la lejanía temporal que lo distanciaba de tocar un inodoro y se enojó, sacando fuerza con nuevas puntadas. (Los instentinos tienen su lado revolucionario: al enojarse, se rebelan contra el estómago que vendría a constituir el poder que los envuelve, sacan sus espadas y empiezan a darle sin piedad. Ante tales espadazos, el estómago se defiende con el escudo que brinda el ano que no permite la fuga de los sublevados. Pero, de tanta espada que empuja, llega la victoria de parte de los instentinos y, con ella, logran que los sublevados vean la luz de la vida al ser expulsados de ese oscuro mundo dominado por el ácido clorhídrico.)
El profesor seguía hablando. Alguien intervino y preguntó una cosa que nada tenía que ver con el texto en cuestión. Yo me cagaba y ya no podía acomodarme en la silla. Hay chistes, la clase se dispersa, se va por las ramas, todos ríen. Todos ríen, menos el que se caga. Están todos relajados y felices, yo me quería matar. Vuelve la calma en el curso. El profesor lee un párrafo y lo analiza. Todos toman apunte. Yo no me puedo acomodar en la silla. El profesor ve la hora -él tiene reloj y seguro tiene un celular con señal en todos lados- y dice "buenos, nos tomamos un descansito de 10 minutos y después seguimos". La gente empieza a pararse, a sacar cigarrillos, a hacer comentarios sobre los chistes del profesor. Yo guardo todo, me paro y me voy sin cruzar miradas con nadie.

Antes de bajar por la escalera, veo el baño: "¿entro o me voy a cagar tranquilo en mi casa? Entro". No hay papel. Ante tal situación, el culo se desespera. Lo tenté -ahorrense los chistes- con la posibilidad de un alivio inminente y ahora se iba a tener que bancar media hora más. Bajo dos pisos por escalera, agarro con paso apresurado el pasillo y tomo la calle. Camino por Santiago del Estero en dirección a Independencia y antes de poder ver si venía el 23, viene un taxi. Sí, en dos días le iba a dar de comer al servicio de transporte más facho de la ciudad -buaaa...no voy a mentir, no es la primera vez-. Subo, le digo a dónde voy y corto la charla que el muchacho quería iniciarme. "Pero por favor che... ¡¿no te das cuenta que tenés un pasajero que no puede sentarse bien porque se está cagando?! ¡No se le puede sacar conversación a un tipo así! ¡PIEDAD!".

Estoy por llegar. En el taxi se escucha la radio. Es el programita de Majul que dice: "Los chicos del Pellegrini tendrían que aprender a limpiarse el culo antes de tomar el colegio. Sí, sí. ¡Aprendan a limpiarse el culo!". Mi estómago, que ya había dado muestras de saber leer la hora, ahora me enseñaba que entendía perfectamente el castellano porque al escuchar los groseros comentarios de ese pseudo-periodista, una flatulencia se hacía presente en el interior del taxi. Vergüenza es la palabra indicada para describir lo que sentía quien les escribe. Todo culpa de Majul que con su tono de voz me hacía retorcer el estómago más y más, y con ese desafortunado comentario, me hizo acordar que me estaba cagando.

Llegué. Subí rápido la escalera de mi casa y fui al baño. "Aaaaaahhhhh". Nueva sensación: alivio. Salgo del baño y ante la extraña mirada de mi perro, que me esperaba del otro lado, digo: "son unos días de mierda, Chester".



PD: Va a pasar un largo rato para que vuelva a comprar una Saladix.

PD2: Ayer pasé de nuevo por el chino ese, y ahora las saladix ¡¡¡las tiene $5,25!!!

2 comentarios:

  1. $5.25... por supuesto, si hace las veces de laxante. Te pasaste Juancito, derrame lagrimas.

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  2. "Todos ríen, menos el que se caga." Valga la redundancia me cagué de risa!

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